miércoles, 14 de marzo de 2012

Paciencia, queda poco.




La paciencia no es pasividad ante el sufrimiento, no reaccionar o un simple aguantarse. Es fortaleza para aceptar con serenidad el dolor y las pruebas que la vida pone a nuestra disposición para el continuo progreso interno.

A veces, las prisas nos impiden disfrutar del presente. Disfrutar de cada instante sólo es posible con unas dosis de paciencia, virtud que podemos desarrollar y que nos permitirá vivir sin prisas. La paciencia nos permite ver con claridad el origen de los problemas y la mejor manera de solucionarlos.

La paciencia es la virtud por la que soportamos con ánimo sereno los males y los avatares de la vida, no sea que por perder la serenidad del alma abandonemos bienes que nos han de llevar a conseguir otros mayores.

La paciencia es una virtud bien distinta de la mera pasividad ante el sufrimiento; no es un no reaccionar, ni un simple aguantarse, es parte de la virtud de la fortaleza, y lleva a aceptar con serenidad el dolor y las pruebas de la vida, grandes o pequeñas. Identificamos entonces nuestra voluntad con la de esa “chispa” divina de la que procedemos, y eso nos permite mantener la fidelidad en medio de las persecuciones y pruebas, y es el fundamento de la grandeza de ánimo y de la alegría de quien está seguro de hacer lo que le dicta su propia conciencia y corazón.

Esto hace que las personas que tienen paciencia sepan esperar con calma a que las cosas sucedan, ya que piensan que a las cosas que no dependen estrictamente de uno, hay que darles tiempo.

La persona paciente tiende a desarrollar una sensibilidad que le va a permitir identificar los problemas, contrariedades, alegrías, triunfos y fracasos del día a día y, por medio de ella, afrontar la vida de una manera optimista, tranquila y siempre en busca de armonía y felicidad.

Es necesario tener paciencia con todo el mundo, pero, en primer lugar, con uno mismo.
Paciencia también con quienes nos relacionamos más a menudo, sobre todo si, por cualquier motivo, hemos de ayudarles en su formación, en su evolución, en su estado de ánimo, sea bueno o malo o en su enfermedad. Hay que contar con los defectos de las personas que tratamos, muchas veces están luchando por superarlos, quizá con su mal genio, con faltas de educación, suspicacias... que, sobre todo cuando se repiten con frecuencia, podrían hacernos faltar a la caridad, romper la convivencia o hacer ineficaz nuestro interés en ayudarlos.

El discernimiento, la capacidad de distinguir, de aceptar y afrontar las cosas y la reflexión nos ayudará a ser pacientes, sin dejar de corregir cuando sea el momento más indicado y oportuno. Esperar un tiempo, sonreír, dar una buena contestación y una buena cara sin que nos moleste ante una impertinencia puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas.

Paciencia con aquellos acontecimientos que llegan y que nos son contrarios: la enfermedad, la pobreza, el excesivo calor o frío... los diversos infortunios que se presentan en un día corriente: el teléfono que no funciona o no deja de comunicar, el excesivo trafico que nos hace llegar tarde a una cita importante, el olvido del material del trabajo, una visita que se presenta en el momento más inoportuno. Son las adversidades, quizá no muy trascendentales, que nos llevarían a reaccionar quizá con falta de paz. 

En esos pequeños sucesos, se ha de poner la paciencia.

No adelantarse a ningún acontecimiento, sea bueno o malo, saber valorar, mirar y pensar, saber cuándo y cómo actuar, moverse rápido y pensar igual de rápido, esperar el tiempo suficiente y no rendirse nunca.

Paciencia no es quedarse parado esperando a que te vengan a ver, estar quieto como una estatua esperando a que te digan algo para reaccionar o moverse para todos lados sin saber qué hacer.
Paciencia es tener en mente todo lo que quiere y deseas, luchar por ello y no anticiparse a nada, reflexionar sobre lo que haces y sentir que lo estás haciendo correctamente.

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